"Máquina voladora" y "Globo". Collage con plumas. 2012.
"Flying Machine" and "Balloon". Collage with feathers. 2012.
El 15 de mayo de
1793, Diego Marín Aguilera consiguió volar durante unos cientos de metros lanzándose en su “pájaro
mecánico” desde el castillo de Coruña del Conde (Burgos), donde el Ejército del
Aire colocó hace años un monumento para conmemorar tal hazaña. En sus largas jornadas de pastor en el campo, Diego se inspiró en la contemplación del vuelo de los pájaros, y
utilizó plumas en el recubrimiento de la máquina. Según las crónicas: “Llegado el año 1793, el pájaro mecánico de madera y metal estaba
casi terminado. La visión de aquel artilugio seguramente debió ser de lo más
asombroso, aunque lamentablemente no ha quedado ningún registro gráfico del
mismo. Se cuenta que su envergadura rondaba los ocho metros y su cuerpo, con
cuatro metros de longitud, contaba con un recubrimiento de plumas.”
Esto nos muestra que, por una parte, la historia de la aviación le
debe mucho a la contemplación del vuelo de los pájaros, y al deseo de los
hombres por imitarlo; y por otra, que a las plumas de los pájaros se les
atribuían de alguna forma, y aunque no se reconociese explícitamente,
capacidades aerodinámicas o me atrevo a decir incluso cualidades “mágicas” en
las que residía el privilegio de poder volar.
Por una parte, la máquina, por otra, la (romántica y naïf) idea -ajena a las leyes de la física y alejada de toda ciencia-, de que las plumas recubrirían el invento borrando su dura imagen de madera y metal y devolviéndolo a la génesis de su existencia, el vuelo de los pájaros.
Acariciar el aire sin rasgarlo, tocar las nubes y deshacerlas con las yemas de los dedos. Eso es volar.